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Servicio de Cuartelero
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Era uno de esos días en que se rompe la rutina que caracteriza al colegio. El Mayor Cabezas, de pie en medio del patio de las cuadras de cuarto año, lanzaba un encendido discurso respecto de la honradez y las buenas costumbres que debe tener un cadete leonciopradino. Hacia un buen tiempo que las prendas desaparecían misteriosamente de los roperos. Cristinas, corbatas, útiles de aseo y hasta capotines eran echados de menos por sus propietarios.

Era casi imposible encontrar un responsable directo de esos hechos. No quedaba mas remedio que reforzar la seguridad y la vigilancia de las cuadras cuando éstas quedaban vacías.

La clave estaba en el servicio de cuartelero. Así es, a partir de la fecha éste se realizaría, inclusive, en las horas en que los aspirantes estuvieran en las aulas, es decir, el eventual cuartelero no asistiría a clases durante su servicio.

La noticia causó revuelo entre los cadetes.  Sacamos la cuenta que en tres meses, por lo menos habríamos hecho el servicio dos veces. Los más “chancones” veían al servicio de cuartero de diferente manera, unos como una oportunidad para estudiar, y otros como una pérdida de clases. De otro lado, los menos afectos a la disciplina académica, teníamos un espacio para realizar una lectura más imaginativa, o simplemente para dormir.

Las primeras impresiones acerca del renovado servicio no se dejaron esperar,  unos más que otros coincidían en lo interesante de tener tiempo libre. Pero había un solo inconveniente, la posibilidad de que el suboficial de día sea tan “verde” que haga de nuestra estancia en las cuadras una verdadera tortura.

Y llegó el día esperado,  a las siete de la mañana momentos antes de iniciarse las clases relevé al camarada que concluía con el servicio del día anterior. En algunos instantes las cuadras quedaron completamente vacías, de tal manera que al recorrerlas podía escuchar mis propios pasos y ver reflejada mi figura en las losetas relucientes que momentos antes había sido lustradas por mis compañeros.

Cómplice de mi propia soledad me dirigí a mi ropero y de entre las prendas extraje una novela escrita por un ex leonciopradino. El relato me mantuvo exhorto las primeras horas de la mañana. La pericia del narrador era tal que ya me parecía ser parte del relato de Pantaleón Pantoja y hasta sentía el calor de la selva en pleno invierno limeño.

¡Cuarteleros reunión! La voz enérgica del suboficial Salas me devolvió a la realidad. Como impelido  por un rayo salí a la carrera de la cuadra, baje por la escalera hasta ganar el patio y formar la fila que completaba los diez cuarteleros de servicio, uno por sección.

Era una reunión de rutina, simplemente para afirmar la importancia del servicio y a la vez el rigor del castigo que caería sobre nosotros de ser sorprendidos en otra actividad que no fuera esta.
Regrese nuevamente a mi puesto, y casi al instante reinicié la lectura que me había entretenido hasta entonces. Ya entrada la mañana ve vino la curiosidad de saber como la pasaban mis compañeros en el servicio, así que  hice un alto en tan placentera actividad. Salí de las cuadras hacia el corredor del segundo piso y pude ver que la mayoría, con cara de aburrido, caminaban como alma en pena en los pasillos. Entonces opté por volver al “servicio”.

Pasaron apenas algunos minutos y un llanto me interrumpió nuevamente.  Era un gemido casi imperceptible que venia de la zona del detall, lugar algo alejado de las cuadras de la décima sección, todo esto en el segundo piso. Me dirigí a paso lento pero seguro, pensando que podía ser una trampa para que el suboficial me encontrara fuera de mi puesto.

En una esquina agazapado, como haciendo un ovillo con su propio cuerpo se encontraba un compañero bañado en lagrimas, murmurando su mala suerte. El suboficial Salas lo había encontrado fuera de su servicio.

Pasaron algunos días luego del incidente y el camarada no fue objeto de ningún castigo. Quizás sus antecedentes pesaron. Nestro amigo era un correcto cadete y mejor estudiante, distinguido él por sus buenas calificaciones.

Pasó algún tiempo, salimos de nuestro colegio y seguimos viéndonos en los pasillos de la cuatricentenaria universidad, unas veces charlando temas de macroeconomía  y  otras recordando nuestro colegio.

Estamos a veinticinco años de aquel anécdota y aún puedo describir la sensación de ver a un adolescente, casi un niño, angustiado por tamaño problema. Estoy seguro que él, ahora desde su despacho de Viceministro de Hacienda o en el Directorio del Banco Central de reserva, recordará con la misma nostalgia el incidente y será un eficaz “cuartelero” del erario nacional.

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